miércoles, 10 de junio de 2020

TRANSICIÓN (LA OTRA DESESCALADA)


En entregas anteriores he puesto el foco en la imposibilidad de mantener el alocado sistema de producción y de consumo compulsivo, y en la necesidad de adaptar el metabolismo de la Humanidad a la capacidad de carga del planeta. Esto supondría, al menos por un tiempo, un proceso de decrecimiento, una merma energética, una restricción en el uso de recursos no renovables y una buena gestión de los renovables. No se trataría solo, ni fundamentalmente, de adelgazar la economía, sino de un nuevo sistema de valores, en un marco de equilibrio ecológico y justicia social. Pero la reacción espontánea ante la dificultad para llevar a cabo los cambios necesarios es el escepticismo. Así terminaba el anterior post:

 

“Ahora que está de moda lo de la “desescalada” desde el confinamiento pandémico, se puede decir que también hay que hacer una desescalada de mayor envergadura hacia un nuevo marco social, de valores y de relación con la naturaleza, pero no podemos engañarnos: la tarea es tan enorme y exige tanta virtud colectiva que es normal torcer el gesto. Al margen de la resistencia de los intereses creados, todavía no existe la necesaria conciencia social y política, ni, por tanto, la decisión para llevarlo a cabo. Incluso si existiera, está el problema de cómo se le pone el cascabel al gato, cómo hacer la transición, cómo bajarnos en marcha de un vehículo que corre a toda velocidad, o cambiar de casa sin quedarnos a la intemperie. Es evidente que no se puede abandonar de repente todo el sistema económico, porque eso sería, en sí mismo, una catástrofe: como si navegáramos en un gran trasatlántico, con una enorme inercia, a punto de chocar con el iceberg y, para evitarlo, nos tiráramos al océano sin botes ni salvavidas. Este es un problema con perfiles propios, que merece ser tratado aparte, en una próxima entrega.”

            Así pues, no se puede abandonar un barco si no se tienen, al menos, botes salvavidas para llegar a otro lugar donde estar a salvo. ¿Cómo hacer la operación —la desescalada— sin esperar al choque con el iceberg y sin que se convierta en sí misma en una catástrofe?

Además de los intereses creados, hay que superar problemas psicológicos y logísticos.  

Los intereses creados ni van a desaparecer ni conciernen únicamente a los grandes beneficiarios. La reducción de sectores como el de los combustibles fósiles o la producción de automóviles dejará en la calle a millones de personas en todo el mundo. Habrá que tener en cuenta este tipo de cosas si se quiere caminar hacia otro modelo económico sostenible. Las posturas de todo o nada llevan a la nada. No son realistas.

Como ha dicho Richard Smith (en Green Capitalism: The God that Failed (Capitalismo verde: el dios que fracasó),

Los ecologistas convencionales argumentan que la dicotomía entre puestos de trabajo y medio ambiente es falsa, pero se equivocan. En un marco capitalista, ésa es exactamente la elección. Lo que necesitaríamos hacer dentro de este marco para salvar la biosfera, incluyéndonos a nosotros mismos, daría lugar al colapso económico total. No es suficiente con oponerse al capitalismo. También necesitamos crear algo mejor.

 

Y Rob Hopkins, en su Manual de Transición, dice que es difícil hacer un cambio real si los verdes solo hablan con los verdes y la gente de negocios solo habla con la gente de negocios.

En segundo lugar, están las resistencias psicológicas individuales y sociales.  Hay un problema con la percepción general de la gravedad de la situación. Las sociedades están alcanzando una cierta conciencia ecológica y empiezan a exigir algunos cambios en las prácticas más nocivas, pero es impensable que esa conciencia llegue a ser tan intensa como para provocar una conversión repentina al decrecentismo. El decrecentismo no puede ser asumido de entrada como el gran proyecto global. Parafraseando a Hopkins, si los decrecentistas solo hablan con decrecentistas, encerrados en su pequeño círculo, sus recetas serán irrelevantes. En mi opinión, se equivocan cuando rechazan sin matices otras propuestas ecologistas que consideran tibias e insuficientes y las sitúan en el bando enemigo. Puede ser más eficaz, porque es más acorde con la psicología social, el gradualismo: tal vez convenga asumir estratégicamente propuestas insuficientes, pero más digeribles, mientras no se pueda ir más allá, y seguir haciendo pedagogía explicando por qué son insuficientes, con la esperanza de ir ganando terreno. El David decrecentista debe aprovechar esa rendija psicológica para perforar la armadura de Goliat. Permitidme citar mi reciente libro “A la caza de Moby Dick. El sueño poshumano y el crecimiento infinito” (aprovecho para hacer publicidad, porque la pandemia me ha impedido hacer las presentaciones):

No es realista esperar que se implante de entrada un programa de máximos (que exigiría un cambio radical [sería más apropiado decir “repentino” o “drástico”] del sistema). Pero armémonos de optimismo y seamos biempensantes: supongamos que todavía hay un margen para el gradualismo; imaginemos que muchos ciudadanos se crean la edulcorada y políticamente correcta Agenda de los Objetivos para el Desarrollo Sostenible, y… ¿quién sabe?, tal vez eso sirva de trampolín y la conciencia se haga más aguda y esté más preparada para exigir un cambio del sistema (¡confiemos en que la sensibilidad de los jóvenes ante el cambio climático se extienda y ponga el foco en sus causas profundas!); o, tal vez, cuando los problemas se hagan más apremiantes, nos decidamos a tomar medidas más contundentes, y quizá así consigamos ganar un poco más de tiempo, si es que todavía queda tiempo, y sepamos cómo administrar y aprovechar mejor los recursos; y hasta podríamos por fin descubrir el truco del sol para producir energía eterna si a la lechera no se le rompe el cántaro por el camino. 

En tercer lugar, hay problemas logísticos. Suponiendo que el conjunto de la sociedad se convirtiera y tuviera la voluntad de reorientar su metabolismo para hacerlo realmente sostenible, se plantearía un reto logístico de primer orden. Habría que ir sustituyendo el viejo edificio por el nuevo, habitación a habitación, sin quedarse a la intemperie durante el proceso. Los economistas tendrán que emplearse a fondo para tender el puente, en medio de una crisis económica durísima de la que sufrimos ya los primeros zarpazos y de una crisis climática creciente que descargará pronto con toda su fuerza. (No hay que empezar de cero: hay ya iniciativas de largo recorrido, como el Movimiento de Transición —pueden teclearlo en Internet—, encaminadas a preparar el mundo postpetróleo.)

Para terminar, el gradualismo tiene otro punto débil: el tiempo. Puede que sea una estrategia psicológicamente más aceptable que el decrecentismo esencialista, pero, teniendo en cuenta la urgencia de los problemas, ¿tenemos margen suficiente, primero para convencernos, y luego para resolverlos, antes de llegar a un punto de colapso? Es una incógnita fastidiosa para la que todavía no tenemos la respuesta. Pero si cuando las tormentas desencadenen toda su fuerza nos encuentran al menos con una parte de los deberes hechos, será mejor que si nos pillan al raso. Porque, amigos de este blog, no veo cómo podría no suceder una de las dos cosas.  


miércoles, 27 de mayo de 2020

IMAGINANDO UN NUEVO MUNDO


En el anterior post ponía el foco en lo que hasta ahora considerábamos normal, eso que hemos dejado atrás, aunque sea por necesidad, al menos por algún tiempo. El balance que hacía era que, aun valorando algunos importantes logros acumulados a lo largo de la historia, la normalidad en la que vivíamos era un enorme disparate por sus desajustes y la imposibilidad de asegurar la ilusión de crecimiento perpetuo sobre la que se asentaba. Poner en ello nuestros planes de futuro sería empecinarnos en el error. Más pronto que tarde, las costuras del sistema acabarían saltando por sus propios desequilibrios, por un nuevo virus, por los problemas ambientales, o por cualquier otro elemento de tensión que su estructura no pueda aguantar.

No podemos asegurar que estemos en una crisis maltusiana, pero sí se dan todas las condiciones para que se produzca. Basta una chispa para iniciar la reacción de cadena. Podíamos creer que ya estábamos a salvo de ese tipo de catástrofes, y tal vez las circunstancias actuales no respondan al canon clásico de Malthus (el desencadenante era el incremento de la población muy por encima del crecimiento de los recursos, en sociedades tradicionales en las que el crecimiento no implicaba “progreso”). La población, pero también los recursos disponibles han crecido como nunca desde la revolución industrial, alimentando la utopía del crecimiento perpetuo que confundimos con el progreso. Pero hemos utilizado los bienes de una despensa que estamos vaciando y que no podemos reponer, generando al mismo tiempo otros desequilibrios que suman amenazas al conjunto del sistema. Así que, aunque tenga perfiles propios, el peligro de una catástrofe maltusiana (económica y social, con su arsenal de pandemias, desórdenes y guerras) es cierto y cercano. Con una carga poblacional de 7.700 millones de almas desprotegidas, la escabechina podría hacer época.

Es pura física. El flujo de radiación del Sol hacia la Tierra, debido a que la energía tiende a dispersarse hacia los estados menos energéticos (de mayor entropía), genera, en una aparente contradicción, sistemas disipativos que acaparan temporalmente la energía y se sirven de ella autoorganizándose (como un banco que retiene durante unos días la salida de dinero para beneficiarse de su rendimiento). sistemas puramente físico-químicos, como los remolinos en el agua, los flujos de aire, los tornados o algunas reacciones autocatalíticas, y otros como las plantas fotosintetizadoras, las abejas y su miel, los vistosos pavos reales y los humanos con su aparatosa cola cultural, que configuran el gran superorganismo de la Biosfera. La Biosfera, gracias al flujo constante de energía y a la reposición de individuos (que terminan desorganizándose —muriendo y rindiendo tributo a la entropía—), es un sistema estable (no quiero decir estático, porque es evolutivo, sino resistente), en el que los organismos y grupos de organismos han encontrado sus propios nichos energéticos en coadaptación con todos los demás. El conjunto es un sistema metabólico muy eficiente, que apenas deja desechos, porque los recicla. Pero el subsistema formado por la especie humana lo ha descompensado, al explotar depósitos extra de energía acumulados por la Tierra. El flujo metabólico ha aumentado y se ha acelerado tanto que la Biosfera se desequilibra porque no lo puede procesar. Considerada como sistema de acaparar energía y disiparla, nuestra especie se ha hecho demasiado eficiente creando una grave enfermedad metabólica. En vez de la combustión lenta, ha provocado una tormenta metabólica incontrolada. Algo así como una bomba termonuclear, en vez de una reacción de fusión controlada, o como un tumor en el que las células se multiplican sin control.    

Es difícil aceptar que nuestra normalidad sea algo tan anómalo, y son muchos los intereses que empujan para volver a donde lo dejamos, es decir, a añadir más combustible para que siga ardiendo la hoguera de las vanidades. Pero podemos albergar la esperanza de que el toque de atención que hemos recibido haya despertado algunas dudas sobre la capacidad de resistencia de nuestro mundo feliz y nos haya hecho, al menos de momento, más sensibles a los avisos. Estaría bien aprovechar esta breve ventana de sensibilidad y reflexionar sobre las alternativas. Si la normalidad de la que venimos lleva un rumbo catastrófico, ¿a qué otra normalidad podemos aspirar con un metabolismo social acorde con los recursos disponibles y con los el equilibrio de la Biosfera?

Empezaré diciendo que nadie puede ofrecer un ideal de futuro. Esperamos de nuestras sociedades que nos doten de los instrumentos y creen un entorno propicio, un jardín bien cuidado en el que puedan crecer sanas las plantas de nuestros propios proyectos vitales (para “realizarnos”, como se decía antes), pero las utopías finalistas están siempre equivocadas, porque los tiempos cambian y nunca tenemos todas las claves ni la misma idea de felicidad. Somos nómadas del tiempo, y Machado nos enseñó que se hace camino al andar. Ahora nos toca salir del camino equivocado y empezar a desbrozar otro. Tampoco sabemos por qué tierras transitará, pero sí conocemos algunas claves para que sea viable y pueda conducirnos a parajes accesibles en los que tengamos oportunidades reales de construirnos una vida buena.

¿Qué dirección debería llevar el nuevo camino, y cómo debería ser el nuevo vehículo o el nuevo barco para seguir adelante con más seguridad?

La situación de partida no es la mejor, pero estamos donde estamos y eso no podemos evitarlo. Decía hace poco Luis González Reyes (coautor de “En la Espiral de la energía”) que somos como esos malos estudiantes que tienen que ponerse las pilas la noche antes del examen, porque no la han hincado durante el curso. Tal vez sea capaz de aprobar, pero no tendrá buena nota, y apenas sacará beneficio del empacho. Pero no puede volver atrás, y solo le queda esa noche. Así que, amigos, aprovechemos esta breve y agitada noche, porque, de no hacerlo, nos llevaremos un catastrófico cate. Y enfatizo lo de catastrófico.

De manera que, una vez llegados a este punto, no quedará más remedio que aplicar algunos ajustes fuertes y hacer de la necesidad virtud. Veamos.

1.- La condición básica es acomodar nuestro metabolismo (nuestra economía, la producción y el consumo) a la capacidad de carga de biosfera, de modo que se asegure la disponibilidad futura de los recursos sin dañar los equilibrios del ecosistema. La capacidad de carga no es estática y depende en parte de las tecnologías (Hoy podemos obtener de manera limpia y renovable energías y recursos que eran desconocidos o estaban vedados a nuestros antepasados). Podemos aspirar a ampliar la capacidad de carga en el futuro, pero nuestro problema inmediato es que ahora la hemos superado con creces: No sólo la sobrepasamos, sino que además estamos derrochando los ahorros almacenados por la Tierra a lo largo de su historia con el efecto añadido de trastornar gravemente el ecosistema del que formamos parte. Cada año se adelanta más la fecha en la que la Humanidad agota los recursos que la Tierra puede generar en todo el año. En 2019 fue el 1 de agosto. En conjunto, necesitaríamos 1,75 planetas como la Tierra para mantener el ritmo. Pero si toda la Humanidad consumiera como los europeos, harían falta casi tres Tierras, y hasta cuatro, si se generalizara el consumo per cápita de los norteamericanos.

            Así pues, no se trata solo, como muchos creen, de sustituir las fuentes de energía fósil por otras renovables para solucionar el problema y seguir con las mismas formas de vida. Esto es lo que nos proponen ahora con el llamado Green New Deal, una versión en verde del sistema vigente. Es evidente que hay que ir abandonando los combustibles fósiles, porque tienen fecha de caducidad y para no agravar el cambio climático y sus secuelas. Pero no bastaría con “descarbonizar” el sistema; que el sol y el viento ya nos proveerán, desde ahora mismo, de lo necesario para proseguir la ruta del crecimiento infinito. Perded toda esperanza. No salen las cuentas: Por una parte, las energías renovables no solucionan el problema de la sobreexplotación de los otros recursos que alimentan nuestro modo de vida. Y, por otra, no pueden sustituir todo lo que ahora obtenemos de los combustibles fósiles, ni en cantidad ni en una serie de sectores muy exigentes energéticamente, como el transporte pesado por carretera, el marítimo y aéreo.  

2.- En consecuencia, habría que apostar por una restricción energética a nivel mundial y organizar la vida acomodándonos a ello. El modelo del Green New Deal propone una reducción de emisiones contaminantes del 56% durante la próxima década para contener el calentamiento global. (Dejémoslo ahí, aunque probablemente sería conveniente una rebaja mayor, y luego habría que continuar aminorando las emisiones hasta prescindir casi del todo de los combustibles fósiles, que se utilizarían únicamente en casos muy específicos). Pero, como hemos dicho, las energías renovables no podrían reemplazar, como propone el modelo, toda la pérdida.

Para hacernos una idea de las dificultades, valgan estos datos (a nivel mundial):

—El 86% de la energía primaria sigue siendo fósil, mientras la solar y eólica sólo aportan el 1,2% (el resto, corresponde sobre todo a la hidráulica, la nuclear y testimonialmente a otras).

—Sólo el 14% de la energía generada por esas fuentes primarias la consumimos en forma de electricidad (generada en un 85,7% a partir de las fuentes fósiles y el resto, 14,3%, de renovables) mientras el consumo no eléctrico se lleva la parte del león (transporte, plásticos, asfaltos, etc.).

Es difícil calcular cuánto podrían aportar para seguir atendiencdo las necesidades humanas las energías eólica y solar, en las que ahora se depositan las esperanzas, dentro de la capacidad de carga del planeta, teniendo en cuenta, por ejemplo, los materiales para aerogeneradores, placas solares, baterías, etc., la energía para su fabricación y el espacio disponible y útil para las instalaciones. Pero en el mejor de los casos apenas llegarían a cubrir la tercera parte del actual consumo energético mundial (véase, por ejemplo, http://www.eis.uva.es/energiasostenible/wp-content/uploads/2011/11/Global-wind-draft.pdf  y https://content.csbs.utah.edu/~mli/Economics%207004/Castro%20et%20al-Global%20Solar%20Electric%20Potential.pdf. Son estudios de hace unos años, pero siguen vigentes, con algunos retoques). 

Es evidente que la reducción del flujo energético acarreará también grandes restricciones en el sistema de producción y transporte. Como dice David Klein, físico y matemático en la California State University Northridge, tomando a su vez como referencia a Richard Smith (en Green Capitalism: The God that Failed (Capitalismo verde: el dios que fracasó),

“La escala del cambio necesario para conseguir una civilización sostenible es asombrosa. La rápida reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero junto a la conservación de los recursos requiere que reduzcamos radicalmente o cerremos grandes cantidades de centrales de energía, minas, fábricas e industrias de procesamiento y otras en todo el mundo. Significa reducir drásticamente o cerrar no sólo empresas de combustibles fósiles, sino las industrias que dependen de ellos, incluyendo empresas de automoción, aeronáuticas, aerolíneas, navieras, petroquímicas, de construcción, del agronegocio, de madera, de celulosa y de papel, y de productos madereros, operaciones de pesca industrial, ganadería industrial, producción de comida basura, empresas de agua privadas, de embalaje y plástico, de productos desechables de todo tipo y, sobre todo, las industrias bélicas.” (https://www.elsaltodiario.com/cambio-climatico/los-limites-de-la-energia-verde-bajo-el-capitalismo)

 

Así pues, se impone un cambio de modo de vida, con una producción orientada, en primer lugar, a satisfacer las necesidades humanas, pero que también sirva para mejorar la calidad de vida individual y social en la medida en la que lo permita la capacidad de carga del planeta. Ese margen presenta, de momento una gran incertidumbre.

De acuerdo con la anterior cita, las necesarias restricciones en la energía y recursos significarán, además, restricciones muy importantes en determinados sectores, como las industrias extractivas y petroquímicas y otras que dependen en gran medida de ellas, como la automoción, en particular el transporte pesado, que seguirá dependiendo de los combustibles fósiles, embalajes de plástico, etc.).

3.- Debería producirse también una desglobalización y relocalización, no solo para reducir el enorme derroche energético que supone el tráfico generado por los irracionales procesos de producción y comercialización, sino también por razones estratégicas, como se ha puesto de manifiesto con motivo de las dificultades de abastecimiento de material sanitario que se ha producido durante la pandemia Covid19. Esto no significa una vuelta a la autarquía y a la vida tribal, pero parece importante racionalizar lo que corresponde hacer en cada una de las escalas, global, regional y local. Esta misma “desescalada” hacia lo local la exigen, por razones ecosistémicas, la agroganadería industrial, gran consumidora de energía y productos químicos contaminantes, muy dependiente del transporte y empobrecedora de la biodiversidad. Tampoco en este caso se trata de volver a la agricultura tradicional ni al autoabastecimiento; es posible una agricultura ecológica muy eficiente, mejorada por los modernos conocimientos científicos.

4.- Si bien generaría más trabajo en determinados sectores, como el agrícola o el de las energías renovables, el descenso general de la producción se traduciría en una disminución del trabajo total. Esto exigiría reorganizar todo el sistema laboral. Podría dar lugar a un gigantesco incremento del paro (es lo que ocurriría en la lógica neoliberal), pero también es una oportunidad para redistribuir el trabajo y aumentar el ocio, que es una vieja aspiración incluso del capitalismo clásico.  

5.- Aunque el sistema neoliberal lo invade y contamina hoy todo, durante algunas décadas del siglo XX se consiguieron algunas importantes conquistas sociales. Las restricciones económicas no deberían afectar a bienes comunes que constituyen el Estado del Bienestar instaurado en algunos países, como la sanidad pública, (que ha sido nuestra gran defensa para hacer frente a la pandemia del coronavirus), la educación pública y los otros instrumentos de protección social (seguro de desempleo, sistema público de pensiones, etc.), así como la red de generación de conocimientos que llamamos ciencia.

 

Cualquier futuro viable requiere un cambio de paradigma y de valores; otra forma de vivir, de pensar y de organizarnos; la apuesta por un entorno más seguro, más sano, más saludable, más amable y amistoso, más equilibrado. Puede que entonces sí salgan las cuentas para organizarnos razonablemente bien la vida. Y tal vez algún día, gracias a mejores conocimientos y técnicas sepamos cómo ensanchar la capacidad de carga del planeta, lo que la Tierra puede ofrecernos generosamente sin poner en peligro los equilibrios de la Biosfera, configurados a lo largo de miles de millones de años.  

El futuro no está escrito. Bien o mal, individual y socialmente, lo escribimos nosotros, aunque no todos tenemos las mismas oportunidades ni la misma responsabilidad para hacerlo (y algunos ni siquiera tienen oportunidades). El poder real está muy mal distribuido; hay intereses que pesan mucho más que otros. Pero eso no nos exime a los ciudadanos de nuestra cuota de responsabilidad, imaginándolo, o promoviendo las ideas, o como activistas. Que lo que proponemos salga adelante ya no depende solo de nosotros, aunque aspiramos a que una buena gobernanza ordene los intereses al servicio del bien común.

Termino. Ahora que está de moda lo de la “desescalada” desde el confinamiento pandémico, se puede decir que también hay que hacer una desescalada de mayor envergadura hacia un nuevo marco social, de valores y de relación con la naturaleza, pero no podemos engañarnos: la tarea es tan enorme y exige tanta virtud colectiva que es normal torcer el gesto. Al margen de la resistencia de los intereses creados, todavía no existe la necesaria conciencia social y política, ni, por tanto, la decisión para llevarlo a cabo. Incluso si existiera, está el problema de cómo se le pone el cascabel al gato, cómo hacer la transición, cómo bajarnos en marcha de un vehículo que corre a toda velocidad, o cambiar de casa sin quedarnos a la intemperie. Es evidente que no se puede abandonar de repente todo el sistema económico, porque eso sería, en sí mismo, una catástrofe: como si navegáramos en un gran trasatlántico, con una enorme inercia, a punto de chocar con el iceberg y, para evitarlo, nos tiráramos al océano sin botes ni salvavidas. Este es un problema con perfiles propios, que merece ser tratado aparte. Me ocuparé de ello en una próxima entrega.

 


jueves, 30 de abril de 2020

"NORMALIDAD"



Se habla mucho estos días de “la nueva normalidad”. En otros posts he echado mano de esta expresión que empieza a ser un tanto equívoca. En general, se está utilizando para hacer referencia a los nuevos hábitos de vida (¿?) a los que tendremos que acostumbrarnos durante el tiempo, previsiblemente largo (probablemente un año o más, al menos hasta que haya y se generalice una vacuna eficaz) en el que estén vigentes las medidas sanitarias, laborales, etc, debidas a la pandemia: hábitos higiénicos, de movilidad, confinamiento y relación social, de consumo y toda una larga lista que todos tenemos en la cabeza; es decir, una “nueva normalidad” transitoria, en realidad muy poco normal, porque se refiere a una situación excepcional y que será muy fluida a lo largo de los próximos meses. Pero me interesa más otro significado más profundo, al que ya me he referido en este blog, que es la idea utópica de una nueva normalidad para el futuro, diferente al hábitat social en el que hemos crecido a lo largo de varias generaciones. 

Tendré ocasión de tratar, en otro post, sobre esa nueva normalidad pospandémica, de cuya construcción y forma seremos responsables. Pero ahora quiero hacer unas consideraciones sobre la normalidad de la que venimos, a la que muchos les gustaría volver tras el estado de excepción.

¿Qué era eso que considerábamos lo normal? Vale, podemos decir que era el statu quo en el que los ciudadanos de las clases medias de nuestro primer mundo nos sentíamos cómodos. Pero lo diré o en presente, porque, aunque ahora lo veamos en suspenso —y algunos dirían que en peligro—, no está amortizado. De la cuna a la tumba, el proceso vital está más o menos encauzado: recibimos una educación, disfrutamos de algunas comodidades y podemos criar saludablemente a nuestros hijos. Tenemos acceso a muchos más conocimientos que nunca sobre el mundo y sobre nosotros mismos, desde los átomos hasta la totalidad del cosmos o hasta los misterios de la vida; y desde el Big Bang y nuestros propios orígenes hasta el convulso presente. Gracias a ello, hemos conseguido algún control sobre las fuerzas de la naturaleza: medicinas y remedios para las enfermedades, o tecnologías para incrementar nuestras capacidades naturales. Y tenemos a nuestra disposición los productos de cualquier parte del mundo. Un entorno, en fin, de creciente prosperidad, donde nada parece ya imposible, en el que nos sentimos protegidos, cada vez más a salvo del azar… Y, sin embargo…    

El dichoso coronavirus ha hecho temblar todo ese edificio, tan firme, y ha abierto una brecha en nuestra confianza. Empezamos a darnos cuenta (en realidad, ya lo sabíamos, aunque espantábamos de un manotazo la incómoda mosca de la duda) de que la “normalidad de clase media”, la que las reglas del Monopoly otorgan al ciudadano común del primer mundo para asegurar que la máquina siga funcionando, está repleta de anormalidades. Por ejemplo, toda esa historia del calentamiento global, que, vaya, parece que los ecologistas tenían razón y habrá que hacer algo…. Pero claro, uno puede tirar del hilo y ver que hay mucho más: el calentamiento global es solo un efecto de la gran maquinaria que mueve nuestro mundo. Está también el agotamiento de los recursos que la hacen funcionar y el destrozo de los ecosistemas. Y está esa inmensa parte “sobrante” de la Humanidad (es para leer despacio; fíjense bien: “la Humanidad sobrante”), a la que no es necesario ofrecer contrapartidas ni mantener satisfecha con la juguetería del consumo para explotar su mano de obra y expoliar su madera o su coltán. Y además, con la ventaja de hacerlo “lejos”, sin tener que rendir cuentas ambientales, fuera de la vista de los buenos ciudadanos, de los alegres consumidores que hacemos mover la rueda; a despecho de esos otros ciudadanos mojigatos infectados por el ecologismo y los melindres sociales: un molesto pero pequeño sarpullido propio de gentes que ya no tienen otros pitos que tocar.

Lo han hecho muy bien. Ni siquiera importa que en las propias sociedades satisfechas haya bolsas de marginación, porque también se ha conseguido invisibilizarlas: siempre quedan algunas migajas de caridad cristiana y unos cartones donde dormir. Hay mucho más, la jerarquía de valores, y otras zarandajas. Podríamos repetir esas cifras que de vez en cuando aparecen en las páginas interiores de los periódicos sobre la acumulación de dinero o sobre el hambre, pero basta con lo dicho, que mostrar la monstruosidad es cosa de radicales. 

¿Estamos locos o qué? Todo ese jodido disparate forma parte de la normalidad que ahora se ve parcialmente en suspenso y a la que a muchos les gustaría volver: una punta de bienestar que sobresale del enorme iceberg de podredumbre. Pero, ay, la puntita también está amenazada. El invento no puede mantenerse indefinidamente; tiene fecha de caducidad. Ha conseguido funcionar durante un tiempo a pesar —y gracias a— esas enormes disfunciones, pero se agotan las reservas para alimentarlo. Las hemos gastado en la gran comilona, en la gran orgía de los 120 días de Sodoma. Los lagos de petróleo se secarán pronto, y ya no cuela lo de seguir quemando montañas de carbón, porque se notan demasiado sus efectos. En realidad, casi todo (los recursos estratégicos, los desequilibrios ambientales y sociales, la población…) está llegando a sus límites. Y no piensen que todo se solucionará milagrosamente multiplicando los panes y los peces de las energías renovables (no voy a explicar ahora por qué, pero doctores tiene la santa madre Iglesia Energética que os lo sabrán responder, como diría el catecismo del Padre Astete (ver NOTA AL PIE).

La alegre normalidad de clase media, la que ahora añoramos, es un estanque engañosamente dorado. Lo han creado para nosotros, saturado de sustancias enervantes y adictivas, y creemos que no podríamos vivir fuera de él. Pero, ay, el agua se está calentando peligrosamente y perdiendo su oxígeno, y los pececillos empezamos a saltar y a boquear, y un puñetero virus agita el fango del fondo y agrava la asfixia. La parte positiva es que puede que sirva para despertarnos y reaccionar (espero que nos deje margen para ello). 

Así que, amigos queridos, tenemos un problema con la normalidad. Si somos listos y no queremos terminar flotando inertes en la superficie, tendremos que abandonar el estanque dorado y buscarnos otro (otra normalidad) más saludable; decir “Adiós a todo eso”, como hizo Robert Graves cuando dejó su Inglaterra natal para recrearse como hombre nuevo en otra isla (en Mallorca). Estanque o isla, qué más da; en realidad ya no hay estanques ni islas; solo un planeta flotando en el espacio, y es esta isla la que nos tocará regenerar si aspiramos, no a sobrevivir como una especie degenerada, sino a vivir saludablemente en sintonía con la naturaleza, sin renunciar a las habilidades que tenemos para labrarnos en ella, en la fértil y generosa naturaleza, un buen futuro. 

Pero dejo para otro día hablar del futuro. Aquí he puesto el acento en lo anormal de la normalidad. Pero en la próxima entrega, hablaré de algo más positivo. Espero poder explicar que “Adiós a todo eso” no significa “Adiós a todo”. Hablaré de límites, y de los problemas para hacer la transición, pero adelanto que no estoy de acuerdo con quienes postulan la vuelta a un mundo preindustrial. Son muchos los logros de la civilización que merece la pena salvar y disfrutar en un planeta-isla más saludable, en el que, como he dicho, podemos tener un buen futuro si nos organizamos sobre otros presupuestos y otros valores.

NOTA.- Pueden acudir, entre otros, si lo desean, a los blogs http://crashoil.blogspot.com/ y https://www.crisisenergetica.org/, donde encontrarán análisis bien documentados y enlaces a diferentes estudios, o a la página web https://geeds.es/, del Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas de la Universidad de Valladolid, en la que, entre otros estudios, pueden consultar las simulaciones hechas con el modelo MEDEAS). https://www.elsaltodiario.com/energia/futuro-globalizado-energia-solar-completamente-irreal



viernes, 10 de abril de 2020

IDEAS QUE EL VIRUS METE EN MI CABEZA




1. Oigo las informaciones sobre los “turistas de cuarentena” corriendo hacia sus segundas residencias de playa y pienso: es primavera, y en primavera salen los capullos.

2. Después de tropecientas vueltas alrededor de la mesa del salón para mantener el tipo, pienso: soy un hámster haciendo girar la rueda hacia ninguna parte.

3. Otra de capullos. El confinamiento me hace pensar que todos somos larvas encerradas en su cápsula, en una fea vaina o en un capullo de seda, a la espera de salir como polillas o como mariposas. Lo que se siembra, se recoge.

4. Viva las canas. Ahora, en la fase larvaria, las rubias empiezan a transformarse ya en mariposas blancas. La naturaleza recupera su color frente a los tintes, igual que recupera los espacios que le habíamos arrebatado los humanos.   

5. De nosotros, los hombres, no se me ocurre nada: Cuando los capullos salgan (salgamos) del capullo, ¿seguirán (seguiremos) siendo tan capullos?

6. Del ambiente político, no se debería hablar sin mascarilla. Sobre la puerta del Congreso, debería figurar la inscripción del infierno de Dante: “Perded toda esperanza los que aquí entráis”. También la perdemos nosotros: nada bueno saldrá de ese capullo, del inextinguible infierno. 

7. Cuando oigo eso de “volver a la normalidad”, miro los mapas de contaminación mundial de antes y después, o los de tráfico aéreo, con el cielo atestado de aparatos yendo y viviendo como pollos sin cabeza (caramba, cómo se ha puesto de moda esta imagen) y me sale un grito: ¡Diosanto, que alguien encuentre pronto otra normalidad. 

8. Pregunta: Cuando cumplamos dos meses y un día, ¿nos concederán el tercer grado?

9. Los Corona son tecnología punta de la naturaleza. Lo que darían los biotecnólogos por alcanzar algo de su eficiencia. Lo mejor que saben hacer, con enorme esfuerzo y poco éxito, es utilizarlos.

10. Hipótesis: la infección de los virus es una invasión alienígena, y nosotros, pardillos, somos sus naves de transporte. Es la cuadratura del círculo. ¡Son geniales!


11. Cuando salgamos del capullo será de admirar la proliferación de pilosidades faciales. Temo no reconocer a los amigos. Esto me lo confirma: el mundo será definitivamente diferente.

12. Sí, el mundo será diferente. Con tanta lejía, quedará decolorado.

13. Pregunta: si, como parece, nos gusta el ejército cuando se convierte en un servicio de protección social, ¿por qué no lo cambiamos de verdad por un cuerpo de protección social tan poderoso como el ejercito? Pero es una pregunta retórica.

14. “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, pero, ay, nos falta el romanticismo de Casablanca. El mundo se derrumba y nosotros nos encerramos.

15. Según parece, ahora todos somos héroes: los sanitarios, las limpiadoras, los niños (para que aguanten sin rechistar) y los que estamos enclaustrados (por estar sin hacer nada). ¿Qué pensarán de esto los héroes? La profesión se ha devaluado.

16. El limbo doméstico nos hace perder la noción del tiempo. Muy pronto, alguien llegará a la cola del supermercado y preguntará “¿Es aquí donde se compra la lotería de Doña Manolita?”.

17. A estas alturas, cada ciudadano tiene su opinión, inequívoca, sobre la pandemia, así que no hay duda: el Gobierno está equivocado.

18. El gran empeño de estos días es “bajar la curva”. Ese es también,, cada año, el primer propósito tras los excesos navideños. Ojalá ahora tengamos más éxito.

19. Al final de la curva, ¿habremos cambiado de dirección o nos encontraremos de nuevo en el punto de partida.

20. Los mayorcitos hemos pensado alguna vez:"No estaría más volver a la cuarentena". Ahora, todos querríamos salir. 

21. Si a la distancia física la llamamos “distanciamiento social”, ¿cómo llamaremos entonces al abismo abierto entre las clases sociales, o entre dos antiguos amigos o amantes? 

21. Hablan del desconfinamiento “por fases” y me siento como la Luna. Se lo comento a  un amigo, por videollamada y percibo su cara de conmiseración cuando me dice: ¿”Y dónde crees que nos han confinado?”

22. Lo del desconfinamiento por fases me hace pensar. Cuando nos encontremos en la tercera fase, ¿quiénes serán los extraterrestres? ¿No seremos nosotros?

Veámoslo de este modo: Si viajamos en un cohete de tres fases para salir del aislamiento, ¿a qué planeta llegaremos? Y me respondo: al exoplaneta Tierra: todos seremos alienígenas.

Pero me temo que ya nos habíamos deshumanizado. Y entonces tengo un sueño: al contrario que en la película La invasión de los ladrones de cuerpos, esta vez, gracias a un virus, salimos de las vainas reconvertidos en humanos. Pero es un deseo.

No estaría mal: salir de nuevo humanos a la hermosa primavera. Reconciliados con la Tierra. 


Y basta por hoy. Aquí seguimos viendo pasar el tiempo como la Puerta de Alcalá. Del papel higiénico, ya se me ocurrirá algo. Un abrazo a todos. Y que dios nos pille confesados.
(Continuará)

sábado, 21 de marzo de 2020

VIVIR DESPUÉS DEL VIRUS



Este artículo trata sobre el Decrecimiento. Decía en la anterior entrada (“Fin de fiesta”) que deberíamos agradecer a los pobres virus su advertencia, porque nos dan la oportunidad de decrecer civilizadamente, antes de que perdamos estatura a base de guillotina. No hay más opciones. Quien crea que, tras una nueva crisis “económica”, se puede volver a los buenos tiempos del despilfarro, va dado, y no solo porque que ya no queda mucho que derrochar, sino porque la cura económica de caballo que se está aplicando para contener no sé si el virus o el miedo va a dejar la hucha vacía. Tras la retirada estratégica, nuestros valientes neoliberales querrán intentar de nuevo “la reconstrucción”, con un plan-marshall y los últimos barriles de petróleo. ¿Podrán —les dejaremos— prender la mecha de la traca final?

Repito, no sé —ni tampoco sé si me importa— si de verdad es el virus o si es sobreactuación por el miedo en un mundo en el que algunos se sentían o nos sentíamos seguros, pero ahora hay gente despertando del sueño, y, si no aprovechamos esta breve ventana de oportunidad que se nos concede, no habrá otro aviso, y llegará la guillotina: el colapso por la falta de recursos, o por lo desequilibrios ambientales, o por los virus, o por todo junto, porque lo uno llama a lo otro. Por eso es el momento de no callar y señalar la salida.

Hay que advertir que, acostumbrados a todo lo que nos parecía normal, aunque en realidad fuera tan raro y tan imposible, nos costará adaptarnos a un tiempo de decrecimiento. “Decrecimiento” no es una palabra ni una idea nueva. Lleva varios decenios madurando y desarrollándose. Me limitaré a dar algunas pinceladas, pero no seáis vagos y buscad más en internet.  

En un mundo que no puede seguir malgastando recursos finitos (además con el coste ambiental y los desequilibrios y desigualdades que no necesito ni quiero enumerar), es necesario sanear el metabolismo general adaptándolo a los medios disponibles, y hacerlo de forma que lleguen los nutrientes a todas las células: una producción y un consumo adaptados a las necesidades reales, con una gestión racional de los recursos disponibles. Eso, desde luego no da para los fuegos artificiales del consumismo. Pero. sin excesos, quizás sí nos dé para una felicidad epicúrea extensible a todos, incluidos los que ahora no están invitados a la fiesta.

Hace unos días, oí a alguien decir que las cosas que de verdad valen no son cosas. Por supuesto, nos hace falta una base de bienestar material, y deberíamos preservar como oro en paño las conquistas positivas de la humanidad (pertenecen a la humanidad, aunque haya sociedades o sectores sociales que no las han disfrutado). “Cosas” como el conocimiento o los sistemas de protección social que forman el estado del bienestar; no me refiero a servicios tan básicos como el agua corriente, sino a otros como la formación, la información, la sanidad pública, la ciencia, el arte y las infraestructuras necesarias para todo ello  (los museos, los teatros, los medios de comunicación). Y hábitos más saludables y baratos que las compras o los viajes compulsivos (esos miles de aviones que llevan cada día a millones de turistas, que desconocen su ciudad, a saturar las playas y resorts da lo mismo a qué lugar con tal de que esté muy lejos; y el trasiego irracional de productos, de acá para envasar allá y de vuelta para consumir acá, o llevar naranjas a Valencia), y paro, porque la lista de la irracionalidad sería interminable.

A cambio, tenemos a mano otras “no cosas”, como el cultivo de la amistad, de la familia, de las aficiones, las tertulias con los amigos, el deporte, el acercamiento a la naturaleza, que si nos molestamos en mirar está ahí al lado. Quizás entonces descubramos y atendamos mejor las emociones humanas. No se trata de llevar una vida ascética; ni tampoco de prescindir del uso razonable de los de los medios que ha puesto a nuestra disposición la tecnociencia y que mejoran la auténtica calidad de vida (que no hay que confundir con el “nivel de vida”). No se necesitan demasiadas cosas para construir una civilización en la que la economía y el trabajo no sean el fin, sino el medio para el ocio, más ausente de lo que creemos —y más caro— en nuestra ajetreada civilización. 
  

Pero no me engaño, no será fácil, porque todo esto significa un vuelco de la maquinaria económica, que se resistirá como gato panza arriba, y quién sabe cómo se pone el cascabel a ese gato. Tampoco será fácil porque el crecimiento de la población mundial en el último siglo pone a prueba la capacidad de carga del planeta y no está claro si con los recursos disponibles se puede garantizar todo eso tan bonito que he dicho antes a los 7.700 millones de personas que abarrotan nuestro globo o si tendríamos que apretar un poco más el cinturón, hasta donde dé. Y aunque no debería decirlo, porque ahora estoy con el ánimo positivo, aunque lo creamos, no estamos exentos de las crisis maltusianas.

En fin, presuntos lectores, si lo dicho no os suena bien como un ideal definitivo (yo tampoco creo que lo sea), tomadlo, al menos, como una necesidad coyuntural, hasta que sepamos cómo disfrutar de todo lo que este planeta podría ofrecernos sin maltratarlo, relacionándonos amistosamente con él. Mientras tanto, se trata de salvar un tiempo difícil, para que no nos decrezcan cortando por lo sano.



miércoles, 18 de marzo de 2020

FIN DE FIESTA





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“El mundo no podrá seguir siendo igual”, dijimos en 2008, cuando nos dieron ya otro mamporro. En alguna próxima entrega recordaré algunas de las cosas que se dijeron entonces con gran solemnidad, y que se repetirán ahora, en este nuevo despertar. Segundo garrotazo y segundo aviso. No sé si tendremos más oportunidades. Pienso que casi tenemos suerte, porque podría haber sido peor, como será la próxima vez que venga el tío del garrote, en forma de virus o de debacle económica que, probablemente —“A la tercera”, como casi siempre— será la última.

Es el fin de fiesta. Nuestra gran orgía la hemos pagado con recursos que no volverán. Hemos casi agotado los lagos de petróleo y hemos quemado carbón hasta fundir el termostato del planeta. Estamos llegando (hemos llegado) al límite de casi todo: de la población, de los recursos y de lo que el ecosistema terrestre puede admitir sin tomar represalias. 
       
Me parece escuchar ya a algunos diciéndome: “Ya está bien, pedazo de Jeremías, ¿qué tienen que ver los virus con todo eso? Siempre han estado ahí; han acompañado a la Humanidad durante miles de años, al menos desde el Neolítico, cuando los grupos humanos empezaron a sedentarizarse y aumentaron su dimensión. Podíamos pensar que estaban más o menos controlados, pero no estábamos del todo exentos, así que… bueno, mala suerte; tendremos una nueva peste como hubo otras en la historia, pero no es la primera vez y además estamos más preparados”.

Despertad, melones, porque no es tan simple. Por el momento, haré solo algunas reflexiones de urgencia, que continuaré en alguna otra entrega cuando tenga ganas.

En primer lugar, los virus tienen que ver con nuestras malas prácticas y con nuestros excesos más de lo que creéis. El ecosistema se venga cuando le empujamos. Volvamos al Neolítico. Lo de ahora es la apoteosis de aquella revolución. Entonces, en un mundo todavía poco poblado, los grupos humanos estaban relativamente aislados. Ahora nos apretujamos en el mundo global, y las ondas expansivas de todo lo que ocurre se extienden a la velocidad del avión (o de la caída de la bolsa, que tanto da). Con su inveterada hambre, los patógenos pueden darse ahora un festín capaz de terminar con el nuestro. (Y no menospreciéis las plagas porque nos hayan acompañado en la historia, porque la guadaña que pasaron y los destrozos que provocaron no son para contar en horario infantil. Palabra de historiador)

En segundo lugar, nuestra brillante civilización es muyyyy débil, no sólo por lo que he dicho de que está llegando al límite de casi todo, sino también porque depende de tecnologías muy complejas que sólo se sostienen con una enorme infraestructura que a su vez se apoya en una red informática que si cede nos dejaría a todos solo unos pasos más allá de la caverna de la que salimos. Y no dudéis, si las cosas se pusieran muy mal, la red cederá, con o sin ciberguerra.


Por último, y más importante, repito lo dicho más arriba: no habrá tercer aviso. Aunque no lo creáis, tenemos suerte, porque este segundo aviso significa una oportunidad. El amigo virus nos aprieta, pero todavía todavía no ha traído el colapso general; nos advierte poniéndonos contra las cuerdas. No soy creyente, pero me acuerdo de la parábola de las vírgenes prudentes (no os la voy a contar, leed un poco). Así que gracias, amigo virus, por darnos algo de tiempo para reinventarnos antes de que llegue el siguiente y fenomenal mamporro, que llegará por donde menos lo esperemos. Perded toda esperanza de salvar este tóxico modo de vida, pero al menos nos dan una tregua para decrecer civilizadamente, antes de perder estatura pasando la guillotina.


Y ya está bien por hoy. Si queréis saber más, esperad a la próxima entrega  y comprad mi libro recién salido del horno, “A la caza de Moby Dick”, que para eso me molesto en escribir, u otro anterior, “La próxima Edad Media”; o “El archivo de Göttingen”, si lo preferís en forma de novela, que además lo tenéis gratis en internet (https://lektu.com/l/jose-david-sacristan-de-lama/el-archivo-de-gottingen/4783), aunque no soy muy buen novelista.